Existen dos formas de explicar la economía: con terminología teórica y hasta dificil, para que la entiendan pocas personas, o realmente como ciencia social que se transforme en una herramienta accesible para cualquier ciudadano y ciudadana en la toma de decisiones diarias.
Particularmente, me quedo con la segunda opción como la verdadera economía, pues la primera se puede convertir además, consciente o inconscientemente, en un instrumento para sembrar pánico y fogonear expectativas inútilmente.
La pandemia generada por el Covid profundizó las inequidades económicas y sociales a nivel mundial. Por citar tan solo un ejemplo, este virus continúa dando batalla pero fue perdiendo intensidad a medida en que se desarrollaban los procesos de vacunación, solo que algunos países fabricaron vacunas, otros jamás las recibieron y otros hasta las dejaron vencer en diversas cargas de aeropuertos.
Cierto es que en términos económicos, para particularizar, la pandemia provocó dos efectos que tuvieron su correlato directo sobre precios no locales, sino mundiales. Por un lado, los gobiernos produjeron una fuerte emisión monetaria, traducida en paquetes de asistencia para las familias que vieron perder sus empleos tanto formales como informales (es decir, sus ingresos por completo), al mismo tiempo que contrajeron importantes deudas para el consumo diario (en Argentina, nueve de cada diez familias llegaron a contraer deudas hacia fines de 2020).
Y la situación fue más cruda para el caso de las mujeres, con un retroceso sin precedentes de la igualdad de género en el trabajo en toda América latina, como producto de la desocupación previa, la alta informalidad en los trabajos obtenidos, la inequitativa distribución en las tareas del cuidados del hogar (recordemos la vuelta a la presencialidad pero con las guarderías, los jardines y las escuelas aún cerrados), entre otras.
Ahora bien, a esta emisión monetaria se sumó el segundo efecto: el desabastecimiento de productos por la inmovilidad, pero luego también por problemas logísticos ante la apertura económica. Tal vez hayan escuchado hablar de la «crisis de los contenedores»: en el 2019, cuando el Covid despertaba en China, su economía y sus fronteras se cerraban y los containers se quedaban varados en los puertos de todo el mundo. Esto impidió que los barcos llegaran con las frecuencias que tenían antes y con un costo de traslado ya incrementado, situación que se cree recién se regularizaría con la vuelta a origen de los containers en 2023.
En otras palabras, la demanda global se recuperó por completo en 2021, pero las restricciones a la movilidad y cuellos de botella en las cadenas de suministros a nivel mundial limitaron la oferta de productos.
Emisión monetaria más escasez propició un cóctel explosivo que conllevó a suba generalizada de precios. Y al menú se le agregó un ingrediente socioeconómico más: la guerra en Ucrania, con el desabastecimiento de nada más y nada menos que energía y alimentos.
Entonces, ahora la suba de precios traza una analogía y se convierte en una pandemia al igual que el Covid, pues toma una dimensión global, con un incremento que no se experimentaba desde la crisis del petroleo de los 70, suceso de impacto internacional que se recién se solucionaría en la década siguiente.
A esta coyuntura que iguala un mundo inequitativo, cada país le agrega su condimento particular de variables endógenas, que no hace más que acelerar esta suba de precios.
Y para tomar dimensión del impacto global de este escenario:
En las economías desarrolladas, la inflación pasó de promediar el 1% entre 2014 y 2020 al 5% en 2022. Estados Unidos, por ejemplo, tiene una inflación acumulada del 9,1%, la más elevada desde 1981. La inflación interanual de Inglaterra trepa al 9,1 %, pero su banco central advierte que puede llegar al 11 % a finales de año.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), «un aumento del 10% en los precios del petróleo conlleva un aumento de la inflación de 0,2% en América latina; un incremento del 10% en los precios de los alimentos en todo el mundo trae como consecuencia un incremento del 0,9% en la inflación regional».
Dejando este marco internacional, la inflación argentina no podría definirse como un fenómeno meramente coyuntural. La inflación de junio fue de 5,3% y alcanzó el 64% en los últimos doce meses. Salud, por su parte, es el rubro que más sube (7,4%), a razón de los aumentos en medicamentos y de las cuotas de medicina privada. Le siguen el agua, la luz y otros combustibles (6,8%) y bebidas alcohólicas y tabaco (6,7%). Cierto es que con esta inflación a junio se ha sobrepasado la meta que se tenía pensada y comprometida con el FMI (de hecho, la mayoría de las consultoras aguarda que la inflación llegue a tres dígitos a finales del 2022). El conjunto de metas para 2024 frente a dicho organismo no solo incluye reducción de la inflación sino también disminución monetaria, equilibrio fiscal y acumulación de reservas.
Y se le agrega un fenómeno más, puede constituirse un círculo vicioso: en el acumulado de 2022, el dólar suma una suba de 36%, que es prácticamente idéntica a la evolución de la inflación en lo que va del año.
Estos ritmos similares complejizan la macroeconomía: en una abstracción teórica, dejando de lado un segundo la inflación, una depreciación del tipo de cambio tiende a favorecer las exportaciones, que se tornan más baratas para el mercado extranjero, pero desfavorece las importaciones, ya que se vuelven más caras. Si la producción local se basa en insumos importados encarecidos, ese aumento se traslada al precio de los bienes (más allá de que existan bienes que solo se consumen localmente y otros que son transables en el extranjero, la gripe de precios tiende a desparramarse). Y si a ese escenario abstracto le agregamos inflación, la suba de precios encarece los productos que vendemos al exterior y se vuelve a requerir una depreciación, dando una vuelta más al círculo. Pero, además, pensemos que en Argentina tenemos diferentes «cotizaciones» (dólar oficial, blue, turista, contado liqui, MEP), lo cual también genera distorsiones macroeconómicas, como por ejemplo la demora de la liquidación de las exportaciones a dólar oficial, mientras crecen las importaciones porque se prevén depreciaciones futuras y esto vacía las reservas internacionales.
¿Qué aconteció en las últimas semanas? Renuncia Martín Guzmán, asume Silvina Batakis, la ministra se expresa públicamente a favor de honrar el acuerdo con el FMI, priorizando un recorte de gasto público, con el congelamiento de su masa salarial, y tasas de interés positivas que sean atractivas; pero se aumentó del 35% al 45% el anticipo del Impuesto a las Ganancias que aplica sobre los gastos en dólares con tarjetas de crédito (para «controlar» la salida de la divisa), lo cual generó «ruidos» y la huida de los inversores al dólar, subiendo su precio y profundizando el desabastecimiento (efecto contrario al que se pretendía alcanzar).
¿Y cómo vinculamos la guerra en Ucrania con nuestra macro? Las tarifas de los servicios de públicos están contenidas (sinónimo de congeladas) en el tiempo, vía subsidios a las empresas generadoras o a las propias familias consumidoras, pero parte de la política económica de la nueva ministra es «recortar» gastos y, producto del desabastecimiento de gas, ese costo hoy ya significa el doble de la erogación para el Estado. Por eso, otra práctica que había presentado Guzmán y que retomará Batakis será la «segmentación energética» de luz y de gas. Este esquema establece tres niveles de usuarios, según los ingresos de todos los integrantes del grupo familiar, y cada nivel tendrá un porcentaje de aumento diferente en las tarifas de cada uno de los dos servicios. El segmento de mayores ingresos pasará a pagar el costo pleno de ambas fuentes de energía, sin aporte del Estado.
Este artículo puede presumirse como simplista, poco académico, pero insisto en que su afán es hablar en un lenguaje claro, posible, socializando el conocimiento al cual cualquier persona, más allá de sus posibilidades de educación, debería acceder para su vida diaria en un marco de incertidumbre mundial y nacional, de distorsión de precios relativos (¿cuánto sale un kilo de helado? ¿Y unas zapatillas? ¿Y, si se consigue, una rueda de auto?) y gurúes de análisis improductivos que no hacen más que avivar el fuego de las incontrolables expectativas. Yapa: el pago de Netflix ahora será por casa y no por cuenta, limitando su consumo «freemium» que se hallaba «camuflado» y pensando en incorporar tandas publicitarias para no trasladar los aumentos de costos a los precios. ¿Cuántos de ustedes pagan en este momento por YouTube Premium?
Por Belén Gómez. Publicado originalmente para BAE Negocios